sábado, 23 de octubre de 2010

La línea de imposta


A los nómadas (…) les gusta recoger sus recuerdos para ponerlos a salvo de las represalias.
Crónica del Alba. Ramón J. Sender

El mensaje que acabo de leer hace que escriba lo siguiente. En la dudosa tarea de relatar pequeñas historias han desfilado durante el último año diversos personajes que, con mayor o menor grado de ‘hiperrealismo,’ provienen de los rescoldos de una memoria poco fiable. Dicha labor ha estado a menudo amenazada por el miedo a mostrar aquello que pudiera de algún modo deslucir la imagen inevitablemente mítica que de ellos se proyecta en la caverna que aloja mi mala cabeza.
Desde el principio pensé en la posibilidad de pintar alguna de las escenas compartidas con el señor Jesús, pero algo relacionado con lo anterior lo impidió. Ahora, la noticia recibida me sentencia a dar este paso ya que antes incurrí en las faltas que él mismo señaló de mi predecesor. En el mismo momento en que lo conocí mostró su decepción por el hecho de que la persona a la que yo venía a relevar no se hubiera despedido de él. Era mi primer día de trabajo como arquitecto municipal de aquel pueblo en el centro de esta región apartada. Desde entonces, los encuentros entre ambos se fueron sucediendo cada semana, con una agradable cotidianeidad que ya nunca volví a encontrar en ninguno de los lugares por los que seguiría deambulando.
Su despacho de juez de paz estaba junto al que yo ocupaba, al fondo de un pasillo umbrío. Con aspecto de estar siempre atareado en todo tipo de empresas, solía aparecer hacia el final de la mañana, como buscando un momentáneo respiro; entraba sin llamar, saludando jovialmente. Andaba con una ligera inclinación hacia delante, subrayada por la corcova de su espalda. A pesar de los años que aparentaba, la picaresca expresión de sus pequeños y redondos ojos, junto con la prominente nariz y unas generosas mejillas rosadas, contrarrestaban cualquier sospecha de languidez. Viendo la forma que tenía de conducirse, las únicas afecciones que podrían achacársele oscilarían entre la logorrea y una cierta hiperactividad. Muchas veces se sentaba delante de mi mesa cuando yo andaba enfrascado en algún informe. Consciente de que en ocasiones yo no atendía a lo que decía, él me exoneraba de culpa y continuaba un monólogo que necesariamente había de ser emitido aun sin receptor. Tampoco faltaron mis visitas a su despacho, que hacía las veces de archivo local del registro civil, aunque más bien ofrecía el aspecto de una olvidada biblioteca solariega. Los polvorientos legajos de una estantería de mecano custodiaban un preciado incunable compuesto por una botella de pitarra, un trozo de patatera, otro de pan, y un par de chatos de plástico enmohecido. De todo ello dábamos cuenta mientras resolvíamos los misterios de la vida, con la ayuda de las Sagradas Escrituras y de las enseñanzas del sindicalismo obrero de las que hacía gala al unísono. Pero no era ésta una actividad estrictamente clandestina sino que tales conversaciones asimétricas solíamos también mantenerlas en la barra del bar de la plaza o mientras recorríamos las accidentadas calles que rodeaban el ayuntamiento.
Un día me llevó a su casa; un viejo inmueble de buena traza y un par de plantas de altura, en la zona más antigua del casco urbano. Allí conocí a su mujer; a diferencia de él, hablaba muy poco, lo que en absoluto me hizo sentir incómodo. Tenía una sonrisa que recordaba a la de las chiquillas que juegan en el parque. Según me contó el señor Jesús, ella apenas podía salir fuera por culpa de sus maltrechas piernas.
Otro día, poco antes de marcharme definitivamente, pude aceptar por fin su invitación de acompañarle a la famosa basílica visigótica de la que él era el orgulloso custodio. Estaba a pocos kilómetros siguiendo el camino de la fuente. Es curioso pero, en medio de suaves colinas repletas de encinas hasta el horizonte, recuerdo sobre todo el silencio; un placentero silencio sólo interrumpido con las indicaciones indispensables de ese magnífico cicerone. Una vez dentro del monumento, casi en un susurro, reclamaba mi atención para que me fijara en los detalles de la restaurada construcción. Desprovisto de toda pompa erudita pero cargado de emocionado entusiasmo, posaba una mano sobre mi hombro mientras la otra señalaba aquí y allá diversos aspectos que él consideraba interesantes. Tanto la mampostería de los muros como la sillería de los refuerzos carecían de revestimiento u ornamento alguno. Bastaba la luz envuelta en esos volúmenes para notar la gravedad de la arquitectura. Sin embargo, el señor Jesús reparaba en la línea de imposta desde la que bóvedas y arcos configuraban su particular universo curvo. Estaba realizada con una sucesión continua de alargadas piezas de mármol blanco que destacaba en el conjunto. Rodeada de tosca piedra y argamasa, su pulida y brillante superficie parecía deslumbrarle.
Hace un par de semanas tuve el impulso de escribir un relato sobre él, pero esa especie de pudor del que hablé al principio me asaltó de nuevo. Pregunté por él y supe que estaba enfermo. Me costó imaginarle postrado en su casa como contaron. Descarté la idea aunque, tal vez como si de un inconsciente intento de acercamiento se tratase, escribí otra historia que sucedía en su pueblo. La noticia que acaba de llegar tiene, en mi caso, un final en aquella resplandeciente línea de imposta; más allá no sé nada.

5 comentarios:

  1. todos tus relatos siempre traen recuerdos... yo he pensado en la iglesia visigotica de santa lucia...
    en eso consite el arte, en arrancar una emocion en el feedback, aunque no sea la misma que la del creador

    me encantan tus relatos, la casa del aire una maravillla... pero no se por que no me dejo comentar, grrr

    besos

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  2. En lo de Santa Lucía coincidimos. Gracias, Lola.

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  3. La noticia que acaba de llegar tiene, en mi caso, un final en aquella resplandeciente línea de imposta: esta vez no cruzaré el alfiz

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  4. Julián ¿existe algún final apropiado? CBCN

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